Desperté en medio del
desierto, sin un recuerdo certero de cómo llegué a él. Lo único que sabía con
certeza es que había recorrido su arena durante años y ya me había vuelto parte
del paisaje.
El sol golpeaba mi
piel, pero apenas se enrojecía. No había bebido agua por semanas, pero mi boca
no estaba seca. Las alimañas que habitan acá escapan cuando me acerco como si
fuera una presencia maligna que agria sus días.
Busqué una salida, un
límite, una frontera a este inmenso espacio pero hasta ahora ha sido inútil. La
vi varias veces, pero nunca fui tan tonto, siempre supe que eran sólo
espejismos. A medida que el día avanza el sabor en mi boca se intensifica. Mis
sentidos se vuelven más agudos y puedo sentir el hambre de años, un estómago
vacío y quejumbroso, justo como mi seño.
El sol sigue en su
cenit como el momento en que me levante y entonces me doy cuenta que ni
siquiera estoy proyectando una sombra que llegue más allá de mis pasos. Miro
mis manos y no logro entender si la arena está pegada a mi piel o ya es parte
de mí.
Camine todo el día.
Con el sol encima vuelvo a dormir, sabiendo que mañana será exactamente igual.